Era uno de esos días en que no valía la pena hacer ningún esfuerzo. Rebuscando en el interior de su mismidad, buscó energías para salir. Que sacarse la ropa de dormir, que ponerse algo presentable, que peinarse y acomodarse un poco, que salir al patio a calcular la temperatura y sentir en el cuerpo si era mucho o poco lo que había que cambiar de lo puesto. Y así, sin un destino marcado ¡a caminar! Y como en los viejos tiempos de su infancia la caminata era por la calle. Como le había enseñado su padre, a contramano de los vehículos. De pronto un sauce llorón, con sus ramas invadiendo la calle, le obligo a esperar que pasaran autos y motos y, viendo que tenía tiempo, empezó a recortarlas. Así, como quien no quiere la cosa, y mirando displicente a quien pasaba, se entretuvo despejando la visión a los vehículos y a sí misma. Allí, sobre la calle, quedaron los restos de su pequeña poda improvisada. ¿Alguien le vio? ¿Alguien se quejó o agradeció? No. Fue ese nadi...
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